CINE, ARTE, NUEVOS MEDIOS

viernes, 6 de marzo de 2009

El rastro de lo sagrado


Bill Viola - Hatsu Yume (First Dream) (1981)

Quizás le sorprenda a quien lea algunos de los textos colgados en este blog (como por ejemplo la entrevista a Stan Brakhage, los textos de Jonas Mekas o la última entrada que colgué) la manera de referirse a cierta idea de Dios o a la religión. Por un lado, los incios de la vanguardia corresponden a un momento en el que arte se desprende de la casa del rey y de la casa de Dios. En un primer momento, resaltan ideas como las que tiñen el comentario de Courbet sobre no saber cómo pintar un ángel por nunca haber visto uno. Sin embargo la idea de lo sagrado se mantiene y tal vez finalmente impone su permanencia en el arte llamado moderno como se ha querido evidenciar en muestras recientes (por ejemplo Traces du sacré (El rastro de lo sagrado) - Centro Pompidou, 2008). El siguiente texto de Harold Rosenberg se ocupa de este problema y propone una perspectiva para comprender esta dimensión del arte moderno.

Sentimientos metafísicos en el arte moderno
-Harold Rosenberg

En general, el arte de nuestro tiempo es indiferente a la religión o se opone activamente a ella. Existen excepciones, por supuesto – por ejemplo, los temas bíblicos de Chagall y Rouault, las esculturas de Manzu de los papas y cardenales. Sin embargo, por lo menos en la superficie, el arte moderno parece estar más vinculado a la ciencia y la tecnología que a las imágenes, ideas y personajes sagrados. Podemos pensar en media docena de movimientos artísticos recientes que han derivado conceptos y técnicas del laboratorio y de la fábrica, o que han incorporado a sus pinturas y esculturas, objetos creados industrialmente (NT: “Machine-made objects”). Pero ningún estilo prominente de nuestro tiempo ha estado basado en un culto o credo religioso. En su identificación con el mundo dinámico de la velocidad, la construcción, la racionalidad, el poder, el arte parece haberse alejado de los viejos misterios y de las imágenes y signos a través de los cuales son representados.

Más importante aún que la absorción que el arte ha hecho de los fenómenos de la vida secular, está la adopción del punto de vista científico. Un motivo recurrente en el arte desde el impresionismo ha sido el principio de “de-mistificación”. Dejar que las cosas aparezcan como son en vez mostrarlas con el halo de ideales religiosos, filosóficos, nacionales o éticos. Como si se revirtiera la función que se la ha asignado desde sus inicios en las cavernas, el arte de los últimos cien años se ha propuesto desvestir al hombre, a la naturaleza y a los eventos, de los atributos que los glorifiquen. Los héroes, las banderas, los recipientes ceremoniales, las deidades, los íconos de todas las culturas y credos, han sido reevaluados según un estándar único: el estético – una categoría de la experiencia que es indiferente a la verdad o “realidad”.

Lo estético está presente en todas partes – en las calles, en los almacenes, en los cines, en las laderas, así como en las galerías de arte, en las catedrales, en los bosques sagrados. Al universalizar el concepto de lo estético, el arte moderno ha destruido la barrera que antes distinguía la Belleza de lo Sublime, como campos separados del ser. A los ojos del arte moderno y de la estética modernista, todo puede ser legítimamente atractivo. El presidente Eisenhower, quejándose del arte moderno, dijo que había crecido creyendo que el arte debía alejarnos de los peligros y disgustos de la vida diaria, pero que la nueva pintura (el expresionismo abstracto) le hacía pensar en accidentes de tránsito. Una declaración reciente de Francis Bacon, el famoso pintor británico, también hace mención a los accidentes de tránsito. Bacon está de acuerdo con Ike (NT: Ike es Eisenhower) en que este tipo de eventos no está excluido del arte moderno. Pero Bacon encuentra que los accidentes de tránsito son una fuente de belleza. “Si ves a alguien recostado en el pavimento, con sangre brotando”, nos dice en el catálogo de su exhibición en el Metropolitan Museum en la primavera de 1975, “eso es en sí mismo – el color de la sangre sobre el pavimento – muy estimulante… excitante”.

En nuestro tiempo, todas las cosas producidas por el hombre – desde las cráteras de Eufronios o el Moisés de Miguel Ángel hasta la cabra disecada de un ensamblaje (NT: “assemblage”) y un arreglo de diez barriles de combustible – son estéticas con respecto a su aspecto y antropológicas con respecto a su significado. Este fue el mensaje transmitido por Duchamp cuando exhibió en una galería un botellero y una pala para nieve que había comprado en una ferretería. Manteniendo este mensaje de lo inevitable de los estético y del interés socio-histórico, algunos artistas de los años de 1960 llegaron al extremo de negarle a su trabajo toda referencia que no sea inherente a su realidad material – esto fue llamado el arte Minimalista.

[…] Sin embargo, a pesar de toda esta pasión por desnudar las cosas de su misterio, el arte ha sido incapaz de renunciar a su afinidad con el poder más misterioso y más preciado del hombre: me refiero a su poder de creación. El arte – sin importar cómo se le define o qué tan alejado de toda definición esté – siempre estará vinculado a este misterio. Y en nuestro tiempo, a pesar de la fascinación por el método científico, el poder de creación es tan reverenciado como en cualquiera de las edades del pasado. En efecto, es más reverenciado que antes, porque en esta época de crisis, el destino de los individuos y de la sociedad misma es contingente, quizás más que nunca, de las respuestas inventivas ante situaciones impredecibles. En períodos de gobiernos estables, creencias firmes, modos tradicionales de comportamiento, los hombres podían guiarse con la sabiduría del pasado y con modelos comúnmente aceptados. En nuestro tiempo, los individuos están frecuentemente obligados a seguir caminos originales, informados sólo por ellos mismos. O a veces deben elegir entre fuerzas en conflicto, tal vez sin más esperanza (recordando a Laforgue) que la de tener un verdugo del orden más alto. Cómo estar inspirado con certeza – y llenarse de la certeza de la inspiración – es el enorme problema de nuestro tiempo revolucionario. ¿Cual será el estado mental que le dé a los individuos y a los grupos la iluminación necesaria en nuestras situaciones constantemente cambiantes? En un periodo de crisis – y para nosotros las crisis, privadas y públicas, vienen en series interminables - ¿Qué podría ser más valioso que un talento entrenado para la improvisación?

[…] En el primer rango de los que investigan los misterios de la superación personal, se encuentra el artista – el profesional de la inspiración, que se demuestra a sí mismo, con evidencias materiales, su capacidad de ver y de crear. Su oficio remonta a los oráculos y adivinos de las civilizaciones antiguas, sin embargo la sociedad ve en ellos la imagen de una vanguardia, capaz de ofrecer visiones de verdades hasta ahora inaccesibles. No es sorprendente que el interés por los artistas no ha hecho más que crecer sin importar el interés por lo que comunica el arte mismo. ¿No se trata acaso del modelo de cómo los individuos pueden entrenarse para ser más que ellos mismos? ¿No es acaso la inspiración – aquel estado de capacidad mágicamente incrementada – un asunto de necesidad diaria para él, un ingrediente de su trabajo, y tal vez aún, una rutina? Al hablar de sus contemporáneos, De Kooning conluyó que ellos “no querían conformarse. Querían sentirse inspirados”.

Uno de los documentos centrales del arte moderno es la carta que el poeta Rimbaud le envió a su profesor de colegio Izembard: en ella, Rimbaud habla de “trabajar para convertirme en alguien que ve” (NT: “make myself a seer”). Él ha presentido, para usar sus propias palabras, que “YO, es otro”. – una visión común a las religiones, desde la más primitiva hasta la más filosófica. Uno está tentado de interpretar el arte moderno, tomado en su totalidad, como la práctica de disciplinas de inspiración propia, que puede ir desde las intoxicaciones rítmicas de preparaciones a una guerra en la jungla hasta los ejercicios de eliminación del ego de los neo-Plasticistas.

He tratado de indicar cómo el arte se ha convertido en una aventura o investigación, de varias caras, de lo desconocido, de los misterios hasta ahora fuera del alcance de los laboratorios y quizás destinados a permanecer siempre fuera de su alcance. Intelectualmente, el arte de nuestro tiempo está orientado hacia las ciencias y la tecnología –como lo están casi todas las actividades de la sociedad moderna – y a los valores del funcionalismo, la racionalidad, y la economía de los medios. Sin embargo, en un nivel menos visible, el arte nunca ha dejado de expandir su búsqueda de aquellas áreas de la experiencia anteriormente consideradas como pertenecientes a la religión y a la metafísica. [...]

- Traducido a partir de: Harold Rosenberg. "Metaphysical Feelings in Modern Art". Critical Inquiry, vol. 2, No. 2 (Winter, 1975), pp. 217-232.

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